http://www.ted.com/talks/shane_koyczan_to_this_day_for_the_bullied_and_beautiful.html?utm_campaign=&source=twitter&utm_source=t.co&awesm=on.ted.com_s7Iu&utm_medium=on.ted.com-twitter&utm_content=addthis-custom#.UU93ZDymUQt.twitter
AL DÍA DE HOY
Cuando era niño, escondía mi corazón en la cama porque mi
mamá decía, «Si no eres cuidadoso, un día, alguien te lo romperá». Te lo digo
yo. La cama no es un buen escondite. Lo sé porque he sido derribado tantas
veces que me da vértigo defenderme por mí mismo.
Pero eso es lo que nos
dijeron. Defiéndete sólo. Y es duro hacerlo si no sabes quién eres. Esperamos
definirnos a una edad temprana, y si no lo hicimos, otros lo hicieron por
nosotros. Friki. Gordo. Puto. Marica. Y a la vez que nos estaban diciendo lo que
éramos, nos preguntaban: “¿Qué quieres ser cuando seas mayor?”.
Siempre pensé
que era una pregunta improcedente. Supone que no podemos ser lo que ya somos.
Éramos niños. Cuando era niños, quería ser hombre. Quería un plan de pensión,
que me mantuviera suficientemente bien como para hacer dulce la vejez. Cuando
era niño, quería afeitarme. Ahora – se ríe, haciendo alusión a su enorme barba
–, no tanto. Cuando tenía ocho años, quería ser biólogo marino. Cuando tenía
nueve, vi la película “Tiburón” y pensé: “No gracias”. Y cuando tenía diez, me
dijeron que mis padres me abandonaron porque no me querían. Cuando tenía once,
quería que me dejaran solo. Cuando tenía doce, quería morir. Cuando tenía
trece, quería matar a un chico. Cuando tenía catorce, me pidieron que
considerara seriamente una carrera. Dije «me gustaría ser escritor». Y me dijeron: «elige algo realista». Entonces
dije: «luchador profesional». Y me dijeron: «no seas estúpido».
¿Ven? Me
preguntaron qué quería ser, y entonces me dijeron qué no ser. Y yo no era el
único. Se nos dice que de alguna manera debemos ser lo que no somos, sacrificar
lo que somos para heredar la máscara de lo que seremos. Me dijeron que aceptara
la identidad que otros me darían. Y me preguntaba: ¿qué hace mis sueños tan fáciles
de desechar? Claramente, mis sueños son débiles, tímidos, porque son
canadienses (broma de Canadienses). Mis sueños son autoconscientes y
excesivamente cabizbajos. Están a solas en el baile de la secundaria, y nunca
han sido besados. Verán, mis sueños también fueron calificados. Bobo, estúpido,
imposible. Pero seguí soñando. Iba a ser un luchador. Lo tenía todo pensado.
Iba a ser el Hombre Basura. Mi golpe final iba a ser El
Compactador de Basura. Mi lema iba a ser: “¡estoy sacando la basura!”. Y
entonces este tipo, Duke “Contenedor” Droese, robó todo mi número. Estaba
aplastado, como por un compactador de basura. Y pensé: ¿y ahora qué? ¿Qué hago?
¿A qué acudo?
Poesía. Como un
bumerán, lo que adoraba regresó a mí. Una de las primeras líneas de poesía que
recuerdo haber escrito fue en respuesta a un mundo que me exigía odiarme. De
los 15 a los 18 años, me odié por convertirme en lo que detestaba: un abusón.
Cuando tenía 19, escribí:
“Me
amaré a pesar de mi dócil inclinación a lo contrario” (“I will love myself despite the
ease with which I lean towards the opposite”)
Defenderse solo no implica adoptar la violencia. Cuando era
niño, negociaba tareas escolares por amistad, luego les daba un pase (give them
a late slip) por no llegar nunca a tiempo y en la mayoría de las
veces ni eso. Me di un permiso para afrontar cada promesa rota. Y recuerdo ese
plan, nacido de la frustración de un niño que llamaban “Yogi”, y luego
señalaban mi barriga y decían: “Demasiadas cestas de picnic”. Resulta que no es
tan difícil engañar a alguien, y un día antes de clase dije; “Sí, puedes copiar
mi tarea”, y les di a todos las respuestas incorrectas que había escrito la
noche anterior. Entregó su hoja esperando una puntuación casi perfecta y no
podía creer cuando me miró al otro lado del aula y sostenía un cero. Yo sabía
que no tenía que mostrar mi hoja de 28/30 , pero mi satisfacción fue completa
cuando él me miró, desconcertado, y pensé: “más inteligente que el oso
promedio, hijo de puta”.
Este soy yo. Así es como me defiendo.
Cuando era un niño,
solía pensar que las chuletas de cerdo y las chuletas de karate (karate
chop) eran lo mismo. Pensé que las dos eran chuletas de cerdo. Y como
mi abuela pensaba que era lindo, y como eran mis favoritos, me dejó seguir
haciéndolo. No es una cosa importante. Un día, antes de que comprendiera que
los niños gordos no están hechos para trepar. Me caí de un árbol y me magullé
el lado derecho de mi cuerpo. Temí contarle a mi abuela que me había metido en
problemas por jugar donde no debía. Unos días después, el profesor de gimnasia
notó el hematoma y me envió a la oficina del Director. De ahí a otra habitación
pequeña con una señora muy agradable que me hizo todo tipo de preguntas sobre
mi vida en casa. No vi ninguna razón para mentir. Hasta donde me concernía, la
vida era bastante buena, le dije. Cuando estoy triste, mi abuela me da chuletas
de karate (haciendo referencia a las de cerdo, que llama incorrectamente). Esto
llevó a una investigación profunda, y me sacaron de casa por tres días, hasta
que finalmente decidieron preguntarme cómo me había hecho los moratones.
Noticias de esta pequeña historia tonta se extendieron rápidamente por la
escuela y gané mi primer apodo: “chuleta de cerdo” (porkchop). Al día de hoy,
odio las chuletas de cerdo.
No soy el único niño que creció
así, rodeado de gente que decía esa rima de los palos y las piedras, como si
los huesos rotos dolieran más que los nombre con los que nos llamaban, y nos
decían de todo. Así, crecimos creyendo que nadie se enamoraría de nosotros, que
estaríamos solos por siempre, que nunca conoceríamos a alguien que nos hiciera
sentir que el sol era algo hecho para nosotros en su taller. Cuerdas rotas del corazón
sangraron nostalgia y tratamos de vaciarnos para no sentir nada. No me digan
que duele menos que un hueso roto, que una vida encarnada es algo que los
cirujanos pueden quitar, que no hay forma de que haga metástasis; lo hace.
Ella tenía 8 años. Nuestro primer
día en tercero la llamaron fea. Ambos nos pasamos para atrás del salón y así
paramos el bombardeo de bolas de papel. Pero los pasillos de la escuela eran un
campo de batalla. Nos vimos superados día tras miserable día. Solíamos no salir
a los recreos, porque afuera era peor. Afuera, había que echar a correr, o
aprender a permanecer quietos como estatuas, para no dar ninguna pista de que
estábamos allí. En quinto grado, grabaron un cartel al frente de su escritorio
que decía: “cuidado con el perro”. Al día de hoy, a pesar de un esposo amoroso,
no cree que sea hermosa debido a una marca de nacimiento que cubre un poco
menos de la mitad de su rostro. Los niños solían decir: “parece como una
respuesta incorrecta, que alguien intentó borrar pero que no pudo hacerlo”. Y
nunca entenderá que ella está criando a dos niños cuya definición de belleza
comienza con la palabra “mamá”, porque ven su corazón antes que su piel, porque
ella siempre ha sido increíble.
Él, era una rama rota injertada
en un árbol familiar diferente. Adoptado, no porque sus padres optaron por un
destino diferente. Tenía tres años cuando se convirtió en una mezcla de una
parte de abandono y dos de tragedia. Inició terapia en octavo grado, tenía una
personalidad formada por exámenes y pastillas, su vida era cuesta arriba
montañas, cuesta abajo, acantilados, cuatro quintos suicida, una pleamar de
antidepresivos, y una adolescencia en que lo llamaban “Drogo”. Una parte por
las pastillas, 99 por ciento por la crueldad. Intentó suicidarse en 10º grado
cuando un niño que aún podía ir a casa de sus padres tuvo la osadía de decirle:
“supéralo”. Como si la depresión fuera algo que se pudiera remediar con algo
sacado de un kit de primeros auxilios. Hoy día, es un taco de dinamita
encendido en ambos extremos, podría describirles con detalle la forma en que el
cielo se curva en el momento anterior a su caída, y a pesar de un ejército de
amigos que lo llaman una inspiración, sigue siendo una pieza de conversación
entre personas que no pueden entender que a veces estar libre de drogas tiene
menos que ver con adicción y más con cordura.
No fuimos los únicos niños que
crecimos así. Al día de hoy, los niños todavía reciben apodos. Los clásicos:
hola estúpido, hola imbécil. Parece que cada escuela cuenta con un arsenal de
apodos que logra actualizarse cada año, y si un niño irrumpe en una escuela y
nadie alrededor decide escuchar, ¿acaso se inmutan? Son solo ruido de fondo de
una banda sonora atascada que repite cuando la gente dice cosas como: “los
niños pueden ser crueles”. Todas las escuelas eran una carpa de circo, y la
jerarquía iba de acróbatas a domadores de león, de payasos a feriantes, todas
estas leguas por delante a las que iríamos. Fuimos raros, niños garra de
langosta y señoras barbudas, extraños malabares de depresión y soledad,
jugadores solitarios, girando la botella, tratando de besar las partes heridas
de nosotros mismos y sanar, pero por la noche, mientras los demás dormían,
seguíamos caminando por la cuerda floja. Era práctica, y sí, algunos de
nosotros caímos.
Pero quiero decirles que todo
esto son sólo escombros que quedan cuando por fin decidimos romper todas las
cosas que pensamos solíamos ser, y si no ves algo hermoso en ti, busca un mejor
espejo, mira un poco más cerca, mira un poco más, porque hay algo dentro de ti
que te hizo seguir intentándolo a pesar de todos los que dijeron que
abandonaras. Creaste una armadura alrededor de tu corazón roto y lo firmaste.
Firmaste: “están equivocados”. Porque tal vez no perteneces a un grupo o a una
pandilla. Tal vez fuiste el último que decidieron escoger para baloncesto o
para todo. Tal vez solías traer moratones y dientes rotos, para presentar en
clase, pero nunca lo dijiste, porque ¿cómo puedes mantenerte firme cuando todos
a tu alrededor quieren enterrarte? Tienes que creer que estaban equivocados.
Tienen que estar equivocados.
¿Cómo sino podríamos aún estar
aquí?
Crecimos aprendiendo a animar a
los desvalidos porque nos vemos en ellos. Somos tallo de una raíz sembrada en
la creencia de que no somos lo que nos apodaron. No somos autos abandonados
varados y atorados en alguna carretera, y si de alguna manera lo estamos, no se
preocupen, solo salimos en busca de gasolina para repostar.
Somos graduados de la clase de
“lo logramos”, no los ecos desvanecidos de voces clamando: “los apodos nunca me
hieren”. Claro que lo hicieron. Pero nuestras vidas siempre continúan siendo un
acto de equilibrio que tiene menos que ver con dolor y más que ver con la
belleza.